martes, junio 06, 2006

Papá

Bruno Marcos
Siempre había querido escribir esto, aunque no sé por qué, para qué, ni dónde. Cuando mi padre era pequeño si, en una tarde de verano, al caer el sol, se desataba una tormenta él fingía tener que ir a hacer sus necesidades fisiológicas. Entonces cogía una manta, que debía ser lo que tenían costumbre en tales circunstancias, y salía al medio del patio, o del corral, y extendía las manos sujetando la tela sobre la cabeza y sobre la espalda y se colocaba en cuclillas a oír y sentir chocar las gruesas gotas sobre él.
No sé si, en su farsa, llegaba a bajarse los pantalones o si, de paso, de verdad, defecaba, pero seguro que se olvidaban de él, que su pantomima era tan sólo para él, para justificarse frente a sí mismo algo tan poético como situarse en medio de la lluvia. ¿Qué pasaría por su mente?¿Acaso, al sentir caer el cielo encima de él, pensaría en todo su futuro, en lo que habría de ser toda su vida que, hoy, ya es un pasado?
Él dice que en los años 30, antes de la guerra, eran ricos, que tenían criadas y que su abuelo no trabajaba, que sólo se paseaba con una jaca blanca por sus fincas, que era el único niño de su pueblo que tuvo juguetes y que también fue el único que hizo la primera comunión vestido de marinerito. Quizá de eso le venga ese sentimientos de príncipe destronado, esa ácida amargura, como si la vida no hubiera cumplido las expectativas estéticas que él había imaginado.
Todavía lo recuerdo. Era una mañana soleada, entré en su dormitorio y allí estaban, tres piezas de barro crudo y seco, algo folclóricas, que había modelado con sus propias manos y luego policromado. Me parecieron las cosas más bonitas del mundo y creía imposible que las hubiera hecho tan sólo con sus manos. Nunca más las volví a ver, debieron ir al cubo de la basura. Una vez me enteré de que, hacía muchísimo, se había comprado un maletín de pinturas y un pequeño caballete y que mi madre se lo había tirado todo porque teniendo tantos hijos lo que faltaba era que se pusiera a pintar cuadros. Alguna vez he intentado rememorar con él las terracotas aquellas pero no las recuerda, incluso he llegado a pensar que lo he soñado pues no debía tener yo ni 5 años.
Dice L.B., aconsejándome de cara a mi futura paternidad, que al padre de Sócrates el oráculo le recomendó dejarle crecer a su aire, pero, aunque nos caiga tan bien Sócrates, yo creo que quizás el hijo no desee tanto andar a su aire, yo mismo fui demasiado libre, muy querido y un poco desatendido, como los gitanos. Puede ser que si hubiese sido vigilado en exceso tuviera de ello una memoria amarga, pero lo que recuerdo ahora es aquel viaje con él, los dos solos, con su silencio y con el mío, después, mientras yo me examinaba para coger los pinceles que a él le habían tirado, le imaginaba y le sabía paseando, haciendo tiempo para esperarme a la salida, charlando con los padres de los otros, como si fuera yo un niño, haciendo él lo que nunca, en la prisa de la vida, hizo.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Que recuerdos tan bellos entrelazas hoy amigo blogger...

Que magía reconstruir juntando pequeños retazos, esa vida de nuestros progenitores. La que pensamos que no tuvieron, porque durante un tiempo imaginamos que nacieron como les vemos: adultos, padres nuestros, proveedores de comida y normas, y de ese cariño disfrazado que a veces no entendemos.

junio 07, 2006 12:25 p. m.  

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